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En el viejo Gijón, desde los años 40 hasta finales de los 60 del pasado siglo, existió un gremio muy popular: los fotógrafos de calle. En aquella época muy poca gente tenía acceso a una cámara de fotos. Era un artículo caro y escaso, de importación; además había que entender su manejo y conocer los secretos del revelado. Eran los tiempos de la foto en blanco y negro. Aunque también había estudios de fotografía, su visita se reservaba para una ocasión especial, por ejemplo, una boda. El auténtico fotógrafo de calle tenía su estrategia: frecuentaba lugares de paseo y larga estancia, como la playa, el parque o las romerías. Se mezclaba entre la gente, con su cámara al cuello, y ofrecía sus servicios a parejas o familias. Les preguntaba ¿foto?, al tiempo que señalaba su cámara. La mayoría accedían encantados y posaban siguiendo sus instrucciones; al fin y al cabo el servicio era económico. Luego les pedía su dirección y, pocos días más tarde, la foto era entregada en el domicilio del cliente.

José Figaredo buscando clientesFotógrafo de calle en acción

Los fotógrafos de calle se conocían y respetaban. No se ponían demasiado cerca unos de otros para que hubiera negocio para todos. Iban muy elegantes, todos de traje y corbata. Recuerdo a varios: Guerrero, Vegafer, Perlines… Mi padre, José Figaredo -Pepe para los amigos- era uno de ellos. Muy profesional. Siempre sonriente.

grupo de Fotógrafos en el parque Isabel La Católica

Eran tiempos difíciles, por lo que el pluriempleo estaba a la orden del día; en el caso de mi padre trabajaba también en el ayuntamiento, en la oficina de turismo «siete villas» sita en la plaza del Parchís, junto al Museo de la Gaita. Anteriormente, también trabajó en los fielatos (casetas, situadas en las entradas de la ciudad, para el cobro de arbitrios). Mientras tanto, mi madre -Charo- revelaba las fotos que luego se llevaban a domicilio. Cada cual se las ingeniaba para tener un cuarto oscuro en casa, a modo de laboratorio. Posteriormente, en 1970, abrieron Foto Figaredo.

Rosario Fernández, Charo

A juzgar por las fotos que tengo de ellos, parece que a todos les iba la fiesta y el cachondeo. Siempre de broma y buen rollo; era lógico, pues coincidían en múltiples eventos festivos: bodas, discotecas, bailes, merenderos, fiestas de prao… Recuerdo a mi padre que, cuando iba alegre, se arrancaba a cantar tangos con los compañeros; y, la verdad, cantaba mucho y bien. No tenían redes sociales y se cultivaba la amistad en persona, de tú a tú, el aquí y ahora.

El fotógrafo de calle es el reflejo de una época, con sus luces y sus sombras. Tiempos pretéritos en los que la mayoría trabajaba mucho y ganaba poco, aunque sabían divertirse con sencillez, sin pedir demasiado a la vida.

Dejaron tras de sí un valioso patrimonio gráfico, que da veraz testimonio de las personas, costumbres, peinados y forma de vestir de aquellos años, donde la elegancia primaba. Uno de los gremios desaparecidos por la evolución de la sociedad, el progreso y la tecnología. Quizá, con el paso del tiempo, lo que ahora parece normal será observado con asombro y regocijo por las generaciones venideras. En definitiva, los fotógrafos de calle han formado parte de la historia de la fotografía y, de alguna manera, de la historia de Gijón.