Tren pasando el Puerto Pajares Año 1979. 14:55 horas de un día cualquiera. Manuel se disponía a coger el tren correo, también llamado Omnibus, que invertía unas cinco horas en recorrer el trayecto que separa Gijón de León. Paraba en todas las estaciones y apeaderos. Cedía gentilmente el paso a cualquier otro tren que circulase por la vía única de Pajares. En su interior, en un vagón amarillo con el logo de Correos impreso a ambos lados, los funcionarios distribuían las cartas que les habían entregado, en sacas, para organizar su entrega. Había gente que utilizaba, a última hora, el buzón del vagón para no tener que desplazarse a la estafeta de la Plaza del 6 de Agosto. Ajenos al ajetreo de los carteros, el resto de los viajeros se disponía a llevar con paciencia el largo viaje que les esperaba. En su mayoría eran estudiantes, militares de reemplazo y gente mayor, que cogían ese tren porque era el más barato y no tenían prisa, o por ser el único que paraba en algún apeadero perdido. Bromeaban por su escasa velocidad, asegurando que si la típica señora de aldea con su cesta de gallinas le daba el alto en medio del campo, el maquinista paraba el convoy para que subiera…

Manuel era un estudiante que se dirigía a Barcelona. Al llegar a León, a eso de las ocho de la tarde, dejaba la maleta en la consigna de equipajes y vagaba por la ciudad, haciendo tiempo para coger el siguiente tren, el mítico “Shanghái” que, procedente de La Coruña y Vigo, paraba en la estación hacia las diez y media de la noche. Manuel ya le tenía cogido el tranquilo al viaje y no tenía demasiado problema en cómo invertir las horas. En León tenía incluso una amiga con la que salía a tomar algo por el barrio húmedo o en las cafeterías del centro. Se echaban unas risas sin pedir más a la vida de lo que ésta podía ofrecer en aquellos años.

Con un cuarto de hora de retraso el expreso hacía su aparición en la abarrotada estación. Precedido por una estridente megafonía, todo el mundo estaba atento al triángulo de luces de la locomotora que, perforando la oscuridad, avisaba de la llegada inminente del convoy. Había que estar muy vivo para identificar su vagón y no tener que recorrer luego los interminables pasillos del tren, con la maleta a cuestas, para localizar el compartimento. A esas horas reinaba la animación en todo el tren. Muchos estaban acabando de cenar, en otros compartimentos había jolgorio, gente tocando la guitarra, jugando a las cartas… Manuel se instaló en su asiento de segunda clase, se zampó el bocadillo y se dirigió al bar del tren a tomarse una copa. Por el camino atravesó varios coches de primera clase y coches cama. Se fijó en la gente con la que se encontraba. Diferente aspecto, forma de vestir y actitud… Las clases sociales iban bien representadas y separadas en el tren. Un buen tema para el trabajo de sociología.

El bar ocupaba todo un vagón. Las ventanillas lucían cortinas azules a juego con las lamparitas de las mesas. Luz cálida e indirecta. Muy romántico. Había alguna pareja cenando, grupos de soldados que iban o volvían del cuartel y gente solitaria que permanecía callada y ausente. Manuel empezó a charlar con el camarero, que le notó el acento asturiano y le preguntó de donde era. Enseguida salieron a colación los triunfos del Sporting, y poco a poco se formó una tertulia muy animada con los demás parroquianos de la barra. Todo el mundo pagó una ronda y terminaron cantando el “Asturias patria querida” mientras se dirigían a sus departamentos y el camarero echaba la persiana. Era el truco que algunos utilizaban para poder dormir con el traqueteo del tren y los inmisericordes altavoces de las estaciones intermedias, anunciando llegadas y salidas con una voz de envidiable frescura para las cinco de la mañana… En alguna de ellas, como Venta de Baños o Miranda de Ebro, el tren paraba casi media hora para cambiar la máquina de sentido. Manuel y otros tantos como él aprovechaban para bajar a estirar las piernas o tomar algo en la cantina, que permanecía abierta toda la noche.

(continuará la próxima semana…)