En algún lugar de Centroeuropa un caminante avanzaba exhausto entre la nieve.
Buscaba un lugar donde quedarse. Con las últimas luces del atardecer divisó una
pequeña casa en lo alto de una colina cercana. Pensó que sería un buen lugar para
pasar la noche.
Llamó a la puerta, esperó, y nadie respondió. Como el frío era intenso y la noche se
echaba encima accionó la manilla y empujó la puerta, que se abrió con un crujido de
sus oxidadas bisagras. Entró a un pequeño vestíbulo lleno de telarañas. La casa
parecía abandonada. Con la ya escasa luz que entraba por la puerta vio, en un estante, una caja con velas y varios candelabros. No había electricidad. Se alegró de llevar un mechero encima. Encendió dos velas, las colocó en un candelabro, y cerró la puerta. Accedió a una sala donde había una chimenea, una silla desvencijada y una mesa. Un viejo jergón, en una estancia contigua, completaba el escaso mobiliario. Al fondo de la sala, en un rincón, descubrió una puerta. Era más maciza que la de la entrada. En su parte superior un letrero rezaba: “Quien aquí mora no recibe visitas”. Aunque dudó un instante, acabó cediendo a la tentación y la abrió. Tuvo que emplearse a fondo para empujar la pesada puerta.
Alzó el candelabro, y la tenue luz de las velas dejó entrever una escalera de madera
que descendía a una completa oscuridad. Acuciado por la necesidad de leña y,
también, llevado por la curiosidad, comenzó a bajar los escalones hacia lo que parecía
el sótano de la casa. Los carcomidos peldaños crujían a su paso. El aire estaba
enrarecido. Olía a humedad y podredumbre. No había recorrido ni la mitad de la
escalera cuando escuchó un ruido a su espalda. La puerta se había cerrado. Continuó
su descenso, peldaño a peldaño, hasta llegar al suelo, que era de tierra. Caminó unos
metros, a través de un pasillo, hasta una especie de cueva, jalonada de piedras más o
menos verticales. Acercó el candelabro a la más próxima y descubrió una lápida con
caracteres hebreos. Alzó la luz y vio muchas más. Estaba en una gran cripta. En ese
momento lo entendió todo: la casa de la colina no era más que la entrada a un antiguo
cementerio judío. Preso del pánico, echó a correr hacia la puerta por donde había
entrado. Subió los escalones, de dos en dos, abalanzándose sobre la puerta para salir
de allí cuanto antes. Pero le aguardaba una terrible sorpresa: la gruesa puerta carecía
de manilla o picaporte alguno. Un enorme muelle, situado en su parte superior, la
mantenía bien cerrada. Pensada solo para entrar. Diseñada para que nada saliera.
Desesperado, volvió sobre sus pasos. Tenía que haber otra salida. Recorrió todo el
cementerio buscándola. Había docenas de tumbas y, entre ellas, varios esqueletos con
jirones de ropa. Desgraciados que cayeron en la misma trampa. Al otro extremo de la
cueva un derrumbe taponaba la salida. El aire se volvía irrespirable. Comprendió que
jamas saldría de allí; que, al final, había encontrado un lugar donde quedarse… para
siempre.
De pronto, una mano agarró su hombro y lo zarandeó. Gritó aterrado, como nunca
había gritado. Entonces una voz le susurró… despierta hijo, son más de las ocho,
¡Llegarás tarde al colegio!