Los molinos de agua tenían dos partes: una planta baja llamada “infierno” o cárcavo, que alberga la rueda hidráulica y las piezas que la gobiernan y la planta alta o “sala de moler” donde están los elementos de la molienda. Junto a ella solía haber un cuarto con un ventanuco y una chimenea, en donde esperaban turno los aldeanos. A falta de bares allí jugaban a las cartas y cotilleaban los rumores de las aldeas cercanas. Al estar en las afueras, la imaginación y malicia de la gente dieron mala fama a los molinos. Así, por ejemplo, se decía:
Los molinos no son casas
porque están por los regueros
son cuartitos retirados
para los mozos solteros.
Esto hacía que los curas, siguiendo la rígida moral cristiana de la época, los atacaran con saña desde el púlpito; quizá de ahí el nombre de “infierno” para su planta baja, con forma de bóveda, por donde entraba y salía el agua.
Durante la guerra civil, y sobre todo en la postguerra, fueron muy útiles en las aldeas para no tener que bajar al pueblo a moler. Su situación, a veces medio escondidos por el monte, los hacía muy discretos para quien tuviera miedo de vérselas con la Guardia Civil, que a veces requisaba parte de la harina.
Con el tiempo y la mejora de las comunicaciones los molinos fueron cayendo en desuso, abandonados a su suerte, al igual que los caminos que a ellos conducían. Todavía os podéis encontrar con alguno, preguntando a los más viejos del lugar, a las afueras de las aldeas, en lugares recónditos, casi mágicos, rodeados de maleza y olvido… Construcciones que, si pudieran hablar, contarían muchas historias.
Si os encontráis con alguno parad un momento a escuchar el murmullo del agua, a reflexionar si no hemos perdido parte de nuestra naturaleza con el abandono de nuestras raíces, de nuestros montes y aldeas, de nuestro patrimonio cultural. Hacedles fotos a los que todavía existen. Dentro de no mucho tiempo desaparecerán y solo serán objetos de museo…