Etiquetas

, , ,

   Ayer la vi de nuevo, arruinada, rendida y silenciosa. No, no hablo de persona alguna, es una casa; la casa de la maestra en la aldea de mi abuela. Su lamentable estado hace juego con el de la escuela y la enseñanza rural en general. Le hice una foto antes de que se derrumbe por completo, como sucedió con la vieja escuela. Un síntoma más del declive de nuestros pueblos y aldeas.

casa de aldea donde vivía la maestra

   De niño, en las temporadas que pasaba con mi abuela, veía a la chavalería bajar corriendo por la caleya, alborotando al salir de clase. Les seguía la maestra, a paso tranquilo, cansada de lidiar con sus alumnos durante toda la mañana. Niñas y niños de dos aldeas vecinas, más pequeñas, también acudían a su escuela. Les enseñaba lo básico: leer, escribir y hacer cuentas. Un solo libro valía para todo. Eran tiempos de férrea disciplina: collejas, coscorrones, y reglazos en los dedos a los más díscolos, iban de la mano con castigos como estar de rodillas cara a la pared, o sosteniendo un libro en cada mano…

ruinas de una escuela de aldea   La casa de la maestra distaba unos 500 metros de la escuela, que estaba detrás de la capilla, casi metida en el bosque. Camino carretero, en fuerte pendiente, de piedra y tierra. Cuando llovía se embarraba y eran frecuentes los resbalones y las caídas. Recuerdo a los niños, en pantalón corto, con las rodillas llenas de mataduras, pero vivarachos y felices a su manera. Iba con ellos a ver nidos, coger grillos, o a comer frutos silvestres. Me enseñaron a identificar los árboles y plantas, reconocer los cantos de las aves o distinguir toda clase de insectos. Nos entusiasmaban las hormigas, y pasábamos largos ratos observando los hormigueros; admirando su organización y trabajo en equipo. A veces enterrábamos un petardo para, una vez explotado, contemplar fascinados la reacción defensiva de las hormigas, trasladando sus huevos a más profundidad, retirando bajas y reconstruyendo su morada en febril actividad… Se aprendía mucho fuera de la escuela; cosas que no estaban al alcance de un niño de ciudad como yo.

   La casa de la maestra estaba junto a la única taberna-tienda de la aldea, donde lo mismo se bebía sidra que se compraban víveres o calzado. Lugar de reunión vecinal junto al viejo camino principal que descendía, serpenteando, unos cinco kilómetros hasta el pueblo más cercano. Aún recuerdo las caminatas, cuesta arriba, en compañía de mi familia, cargados de pertrechos, hasta la humilde casa de la abuela; sin luz, agua, ni baño. Las velas, los carburos, el fuego de la estufa de leña, o los viajes al grifo de la vecina para llenar un cubo de agua…

   En verdad aprendí mucho en aquella aldea perdida, fuera del colegio, la ciudad y el asfalto. Vi a una vaca pariendo, hacer pan en un horno de leña, recoger patatas con una yunta de bueyes; contemplé el vuelo de las águilas y un montón de estrellas en el cielo. Escuché viejas historias de lobos y leyendas de tesoros al amor de la lumbre, fuertes tormentas acurrucado en mi cama, el zumbar de las abejas, o el ulular del viento entre los árboles… En definitiva, aprendí a valorar las pequeñas cosas; esas que te dan la felicidad.